martes, 24 de octubre de 2017

Mirando los árboles (hoy llegó un tordo)

Enrique Wernicke
E.W., en su taller de soldaditos de plomo.

(Buenos Aires, Argentina, 1915-1968)


"Los amigos"

No sé por qué me quieren tanto los amigos... -se preguntaba presuntuosamente el viejo. -Miren que los he usado, manoseado, para decir verdad.
Tenía los ojos tristes, pero la boca sonreía. Clavaba un codo en la mesa y se atusaba el bigote.
-Será... -continuó diciendo mientras encendía un cigarrillo- ¡será por tantos asados que hemos comido juntos!
Bebió, echó humo.
-¡Pero si la carne la ponen ellos! ¡Y el pan! ¡Y el vino!
Miró hacia afuera, tosió con vergüenza, y terminó descubriendo:
-Será, tal vez, porque les presto mi cuchillo.
**
"La caridad"

Nunca la había practicado. Detestaba dejar una moneda en esas manos sucias y aprovechadas que se extienden en los subterráneos. Luchaba por un régimen social en el que la mendicidad no existiera.
Pero allí estaban, cotidianamente, los pordioseros, con su letanía de ballenitas y patas torcidas.
Un día —había bebido dos copas de más— tuvo un impulso inusitado y al pasar junto a una vieja repugnante, sacó un billete de cincuenta pesos y se lo puso en la mano.
—Tenga hermana… —le dijo.
Antes que tuviera tiempo de retirar los dedos, la vieja estiró su garra y lo tomó del brazo.
—¿Por qué me da tanto dinero? —le pregunto—. ¿Qué maldito pecado ha cometido? ¿Pretende conmigo salvar su alma? ¡Nada, nada! ¡Que Dios sea bendito! ¡Tome su plata…!
Y seguía la vieja lanzando improperios.
Él tuvo un momento de lucidez. Retomó sus cincuenta pesos y, agarrando a la vieja de sus trapos, la sacudió como a un muñeco.
—¡Imbécil! ¡Vieja estúpida! ¡Estoy borracho!
Y entonces la vieja, arrugándose como una pasa, hizo la señal de la cruz, recuperó el billete y, desde el suelo, exclamó conmovida:
—¡Ay, perdón! ¡Dios se lo pague…!





Coracero del Ejército Argentino
De Cuentos completos, de Enrique Wernicke (ediciones Colihue), 2001.
***

Caballeros medievales, conquistadores españoles, soldados argentinos de diversas épocas, soldados napoleónicos, chinos, personajes históricos, escenas del campo argentino y carruajes coloniales conforman la variada producción de Wernicke. Todas las figuras tienen cabezas removibles y un estilo similar a las producidas en Francia por CBG-Mignot. Se destacan dos tipos de pintura: una delicada, realizada por Rosita (Rosa Dror Alacid, su esposa) con esmalte satinado y/o mate, denominada "figura intermedia", y otra, con menos detalles y brillante, realizada por el mismo fabricante.
Estas piezas de gran calidad son el fruto de la bohemia de Enrique Wernicke (Argentina, 1915-1968), autor de novelas, cuentos, obras de teatro y poesía, titiritero, agricultor y publicista, que se "retira" de Buenos Aires a vivir en la localidad ribereña de La Lucila, al norte de la ciudad, donde monta un taller para fundir soldaditos de plomo. Luego de diez años de producción, Wernicke quiebra y regresa a la publicidad con gran amargura. En los primeros años de la década de 1960, lleva adelante un nuevo intento con los soldaditos que no tiene éxito.
Además de su obra de ficción y de sus pequeñas creaciones en plomo, deja un diario inédito de 1500 páginas, redactado entre 1935 y 1968, titulado Cartas a Melpómene, en el que hace breves referencias a su experiencia como fabricante de soldaditos:
Fuente e imágenes: soldaditossudamericanos.blogspot.com.ar
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El diario de Enrique Wernicke, Melpómene (Musa de la tragedia), empieza en marzo de 1936 y se extiende hasta el 30 de marzo de 1968. Datos de María Wernicke, hija del escritor.  

Diciembre 29 de 1957
Se termina este año extraordinario. Y yo, a los casi cuarenta y tres, me encuentro en un comienzo. No tengo en dónde trabajar y ando en busca de un "empleo". La fabriquita de soldados no da más y ninguno de los "grandes proyectos" ha cuajado. El saldo de este año es: un hijo que nacerá el mes que viene; un libro de cuentos "muy bueno"; una novela corta en borrador, y deudas por casi 20.000 pesos.
(...)
He perdido contacto y relación con cuanta persona puede ayudarme. Y, se me ocurre, he ganado fama de informal, borrachín y loquito. Mi único prestigio: "soldaditos", los divinos soldaditos que me permitieron vivir sin pedir nada a nadie (de mis círculos literarios).
**
Noviembre 31 de 1962. Decrépito. Absoluto. Finado. Con un asombro extraordinario de que así termine la vida. Mirando los árboles (hoy llegó un tordo). Absurdo. Dolorido, espantado. Lleno de sueños, de fantasmas y gargajos. Preguntándome, cotidianamente, qué sera de mi vida. No de la mía. La de Rosi y María. No creo en un carajo. Desespero del hombre. Y yo hice hijos. Borracho. Es interesante el proceso del hombre.
Adónde puede llegar.
Ya es medicina. Y yo no creo.
***
"Tras el nudo central que encarna el Hombre con sus vivencias,
cae la atención en el paisaje, dando campo o marco a la novela:
este halla en mí una ubicación en relación directa con los
personajes, vale nuevamente como explicación La Ribera. Su
ambiente: la orilla, el Río de la Plata, me es hondamente conocido
y pude por ello describirlo con un detallismo minúsculo; pero no
fue así, no era una vista panorámica, hecha como desde el cielo,
la que me preocupaba, sino la observación, detenida o
intrascendente de mi personaje, no la presencia del paisaje dentro
del universo, y sí su presencia dentro del hombre, aflorando
ajustado (y hasta deformado si se quiere) a sus estados anímicos."
Enrique Wernicke  (en Polémica literaria N° 1, julio de 1956)

**
Son mis manos las que me dan de comer. Y esto puede decirlo solo un
hombre que no tiene un origen proletario. ¡Es tan burgués el hacer hincapié entre las manos y la cabeza! Cuando un burgués cae –esa es la palabra histórica– en la artesanía o en el proletariado, como burgués es un desclasado. Lo compruebo en mí mismo.

Enrique Wernicke, La ribera, Buenos Aires, CEAL, 1967.

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Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char