lunes, 24 de febrero de 2014

Un fiero sentido de entereza, no de ira

Berger sobre Pasolini


Pier Paolo Pasolini o el coro que traemos en la memoria


Si digo que era un ángel, creo que no se podría decir nada más estúpido de él. ¿Un ángel pintado por Cosimo Tura? No. ¡Hay un San Jorge de Tura que es su vivo retrato! Le horrorizaban los santos oficiales y los ángeles beatíficos. Entonces, ¿por qué decirlo? Porque su habitual e inmensa tristeza le permitía compartir bromas, y la expresión de su rostro afligido repartía carcajadas adivinando quién las necesitaba más. Y cuanto más íntimo era su contacto, más lúcido se volvía. Podía hablarle a la gente con suaves susurros sobre las cosas terribles que le pasaban y, en cierta manera, sufría un poco menos. "... porque nuestra desesperación nunca está exenta de un poquito de esperanza". "Disperazione senza un po di speranza". Pier Paolo Pasolini (1922-1975).


Creo que dudaba mucho sobre sí mismo, pero nunca de su don profético, que quizá fuera lo único de lo que le habría gustado dudar. Sin embargo, al ser profético, viene en nuestra ayuda para interpretar nuestras vivencias actuales. Acabo de ver una película de 1963. Es asombroso que nunca se distribuyera. Llega como un mensaje providencial que, cuarenta años después, es arrastrado a nuestra playa dentro de una botella.

En 1962 la televisión italiana tuvo una brillante idea: la de invitar a un director de cine a responder a la pregunta: ¿por qué en todo el mundo se teme a la guerra? El director tendría acceso a los archivos de los informativos televisivos del periodo 1945-1962 y podría editar el material que quisiera y redactar un comentario para acompañarlo. El programa sería de una hora. La pregunta era "candente" porque, en ese momento, el miedo a otra guerra mundial cundía realmente por doquier. La crisis de los misiles nucleares entre Cuba, Estados Unidos y la URSS había tenido lugar en octubre de 1962.

La televisión preguntó a Pasolini, que ya había realizado Accattone, Mamma Roma y La ricotta, y que era una figura polémica habitual en los titulares. Y éste aceptó. Rodó la película y la tituló La rabbia [La rabia].

Cuando los productores la vieron, les entró miedo e insistieron en que otro director, el periodista Giovanni Guareschi, bien conocido por sus ideas derechistas, hiciera una segunda parte y que ambas películas se presentaran como si fueran una sola. Al final, ninguna de las dos se emitió.

Yo diría que La rabbia no se inspira en la cólera, sino en un feroz sentido del aguante. Pasolini observa lo que ocurre en el mundo con una lucidez inquebrantable. (Hay ángeles dibujados por Rembrandt que tienen la misma mirada). Y lo hace porque la realidad es lo único que podemos amar. No hay nada más.

Su rechazo de las hipocresías, medias verdades y falsedades de los codiciosos y los poderosos es total, porque alimentan y fomentan la ignorancia, que es una forma de ceguera frente a la realidad. También porque profanan la memoria, incluso la memoria del propio lenguaje, que es nuestro principal patrimonio.

Sin embargo, la realidad que amaba no podía asumirse sin más, porque en ese momento representaba una decepción histórica demasiado profunda. Las antiguas esperanzas que florecieron y se ampliaron en 1945, después de la derrota del fascismo, habían sido traicionadas.

La URSS había invadido Hungría. Francia había iniciado su guerra cobarde contra Argelia. El acceso a la independencia de las antiguas colonias africanas era una farsa macabra. Lumumba había sido liquidado por los títeres de la CIA. El neocapitalismo ya estaba planificando su toma del poder mundial.

Sin embargo, pese a todo, lo que se nos había legado era demasiado precioso y demasiado problemático como para abandonarlo. O, dicho de otra manera, era imposible dejar a un lado las tácitas y ubicuas exigencias de la realidad. La exigencia que había en la forma de llevar un chal. En el rostro de un muchacho. En una calle llena de gente exigiendo menos injusticia. En la carcajada de sus expectativas y en la temeridad de sus bromas. De ahí surgía su cólera frente al aguante.

La respuesta de Pasolini a la pregunta planteada inicialmente era sencilla: la lucha de clases explica la guerra.

El filme termina con un soliloquio imaginario de Gagarin, que, después de observar la Tierra desde el espacio exterior, comenta que todos los hombres, vistos desde esa distancia, son hermanos que deberían abjurar de las sangrientas prácticas del planeta.

Sin embargo, lo esencial es que la película contempla experiencias que tanto la pregunta como la respuesta dejan de lado. La frialdad del invierno para los indigentes. La calidez que el recuerdo de los héroes revolucionarios puede reportar, el carácter irreconciliable de la libertad y del odio, el aire campesino del papa Juan XXIII, cuya mirada sonríe como una tortuga, las culpas de Stalin, que eran las nuestras, la diabólica tentación de pensar que las luchas han terminado, la muerte de Marilyn Monroe y la belleza, que es lo único que queda de la estupidez del pasado y el salvajismo del futuro, la naturaleza y la riqueza, que son la misma cosa para las clases pudientes, nuestras madres y sus lágrimas hereditarias, los hijos de los hijos de los hijos, las injusticias que surgen incluso de una noble victoria, el pequeño pánico en los ojos de Sofía Loren al observar a un pescador abrir con las manos una anguila en canal...
Los comentarios que se superponen a la filmación en blanco y negro los hacen dos voces anónimas, que en realidad son las de dos amigos suyos: el pintor Renato Guttuso y el escritor Giorgio Bassani. Una es como la voz de un comentarista apresurado y la otra como la de alguien medio historiador y medio poeta, la voz de un adivino. Entre las principales noticias figuran la revolución húngara de 1956, la candidatura de Eisenhower para una segunda legislatura como presidente de Estados Unidos, la coronación de la reina Isabel de Inglaterra o la victoria de Castro en Cuba.
La primera voz nos informa y la segunda nos recuerda. ¿El qué? No exactamente lo olvidado (es más astuta), sino más bien lo que hemos decidido olvidar, y con frecuencia esas decisiones comienzan en la infancia. Pasolini no olvidó nada de su infancia: de ahí que en su búsqueda coexistan siempre el dolor y la diversión. Se nos avergüenza por nuestro olvido.

Las dos voces funcionan como un coro griego. No pueden influir en el resultado de lo que se nos muestra. No interpretan. Cuestionan, escuchan, observan y dan voz a lo que el espectador puede estar sintiendo, con más o menos incapacidad para expresarlo. Y lo logran porque son conscientes de que el lenguaje, al compartirlo los actores, el coro y los espectadores, es el depositario de una antiquísima experiencia común. El propio lenguaje es cómplice de nuestras reacciones. No se le puede engañar. Las voces se alzan, no para rematar un argumento, sino porque, dada la longitud de la experiencia y el dolor humanos, sería vergonzoso que no dijeran lo que tienen que decir. Si no se dijera, nuestra capacidad para ser humanos se vería algo reducida.

En la Grecia antigua el coro no se componía de actores, sino de ciudadanos varones, elegidos para ese año por el director del coro, el choregus. Representaban a la ciudad, venían del ágora, del foro. Sin embargo, al ser el coro se convertían en las voces de varias generaciones. Cuando hablaban de lo que el público ya había reconocido, eran abuelos. Cuando daban voz a lo que el público sentía pero había sido incapaz de expresar, eran los no nacidos.

Todo esto lo hace Pasolini sin ayuda de nadie por medio de sus dos voces, mientras aprieta el paso rabioso entre el mundo antiguo, que desaparecerá con el último campesino, y el mundo futuro del cálculo feroz.

En varias ocasiones el filme nos recuerda los límites de la explicación racional y la frecuente vulgaridad de términos como optimismo y pesimismo.

Anuncia que los mejores cerebros de Europa y de Estados Unidos explican teóricamente lo que significa morir (luchar junto a Castro) en Cuba. Pero lo que realmente significa morir en Cuba -o en Nápoles o en Sevilla- sólo puede decirse con compasión, a la luz del canto o las lágrimas.

¡En otro momento nos propone a todos que soñemos con el derecho a ser como eran algunos de nuestros antepasados! Y después añade que sólo la revolución puede salvar el pasado.

La rabbia es una película sobre el amor. Su espíritu está muy cerca del comentario que hace Simone Weil en La pesanteur et la grace de Simone Weil: "Amar a Dios más allá de la destrucción de Troya y Cartago, y sin consuelo. El amor no es consuelo, es luz".

O, por decirlo de otro modo, su lucidez es como la del aforismo de Kafka: "En cierto sentido, el Bien es inconsolable".

Por eso digo que Pasolini era como un ángel.

La película sólo dura una hora, una hora ideada, medida y editada hace cuarenta años. Y contrasta tanto con los noticiarios que vemos y con la información que nos ceban en la actualidad que, al terminar la hora, te dices que hoy en día no sólo están desapareciendo y extinguiéndose especies animales y vegetales, sino prioridades humanas que, una tras otra, están siendo sistemáticamente rociadas, no de pesticidas, sino de eticidas: agentes que matan la ética y, por consiguiente, cualquier idea de historia y de justicia.

Especialmente atacadas se ven aquellas de nuestras prioridades que proceden de la necesidad humana de compartir, legar, consolar, condolerse y tener esperanza. Y los medios informativos de masas nos rocían día y noche con eticidas.


Puede que los eticidas sean menos efectivos, menos rápidos de lo que los controladores esperaban, pero sí que han logrado enterrar y esconder el espacio imaginario que cualquier foro público central representa y precisa (nuestros foros están por todas partes, pero, por el momento, son marginales). Y Pasolini, en el erial de los foros ocultos (que recuerdan al páramo en el que fue asesinado por los fascistas), se une a nosotros con su Rabbia y su duradero ejemplo de cómo llevar el coro en la cabeza.

Traducción de News Clips.
Fuente: el pais.com
Imagen tomada de 3.bp.blogspot.com

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Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char